Argumento
El consenso como equilibrio entre lo deseable y lo posible
Su primera vocación fue la Medicina, después la Filosofía, pero la vida le llevó primero por los caminos del Derecho y después a ser Presidente de la Junta de Andalucía. Rafael Escuredo Rodríguez realiza, en el marco de su investidura de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Almería, un intenso repaso por su dilatada trayectoria profesional y personal, pero a la vez por la realidad política española.
El ex presidente andaluz transita en su recorrido por el franquismo, visto desde sus años de estudiante “donde la Universidad española fue uno de los territorios exentos a la implantación del pensamiento único”.
Allí comprendió términos como la libertad de expresión, de pensamiento y de culto, lo que hizo que tomara partido por la lucha por la justicia social y el combate por la igualdad de oportunidades, “dos vectores que me han servido para sentirme útil socialmente y libre como ser humano”.
Recuerda que la dictadura se materializaba en términos de “frontalidad y rechazo” bajo la incomprensión de un estamento universitario que, salvo excepciones, se mostraba complaciente, cuando no, adicto al régimen.
Escuredo pasea también por la revolución francesa de la mano de teólogos como Francisco de Victoria o Juan de Mariana, pero también por el derecho a la propiedad y la política social preventiva de Von Bismark, hasta llegar al constitucionalismo social, que no tendría lugar hasta la finalización de la segunda guerra mundial, y con ello, a la Constitución Española de 1978. “Soy un firme defensor del Estado social y democrático de Derecho y precisamente por eso, creo en la descentralización política que lo desarrolla y donde todos los territorios, y la ciudadanía en su conjunto, operen en condiciones de igualdad”.
Sus vivencias cuando fundó, junto con Felipe González, el primer despacho laboralista de España, y la celebración de las primeras elecciones democráticas también forman parte de un discurso que gira sobre el concepto de consenso, entendido como modelo de progreso social. “El consenso es siempre preferible a la confrontación social, por más que ésta suponga, en ocasiones, un placebo que circunstancialmente colma nuestras pasiones más íntimas y que casi nunca nos permite avanzar”.
Para Escuredo el avance se sitúa siempre en la búsqueda de equilibrio “entre lo deseable y lo posible, entre lo que queremos y lo que podemos conseguir”. Sin renunciar, por ello, a ningún valor ni ideas.
Ideas Fuerza
- 1. Un día para el agradecimiento
- 2. La Escuela francesa de Sevilla
- 3. Del formol a la mitología griega
- 4. El ecosistema del bar de la facultad
- 5. El magisterio de Manuel Giménez
- 6. Las juventudes de estudiantes católicos
- 7. Guy Mollet y la educación laica y tolerante
- 8. Capital humano y socialismo democrático
- 9. Justicia e igualdad de oportunidades
- 10. La verdad compartida
- 11. El consenso como equilibrio
- 12. El Estado es un consenso
- 13. La Universidad como espacio de libertad
- 14. Aprendí y comprendí
- 15. El derecho natural revolucionario
- 16. La igualdad como valor constitucional
- 17. Tocqueville y el derecho a la propiedad
- 18. La política social de Von Bismark
- 19. La legislación del SPD y el reformismo
- 20. El pacto entre capital y trabajo
- 21. El federalismo presupone el Estado
- 22. Estado Federal y Estado Democrático
- 23. El doble camino hacia el Estado federal
- 24. La descentralización política de España
- 25. De regreso a los pasillos de la facultad
- 26. La decisiva influencia de Ana María
- 27. El primer despacho laboralista, y la UGT
- 28. La visibilidad de PSOE y UGT
- 29. El 13 de julio de 1977
- 30. El bar del Congreso y la Constitución
- 31. La marca de una doble frustración
- 32. El error constitucional de bulto
- 33. El caballo de Troya del 'café para todos'
- 34. La apuesta por el Estado centralista
- 35. En defensa del federalismo simétrico
- 36. La autonomía y el referéndum de 28F
- 37. La lucha continúa con el pacto fiscal
- 38. El Estado autonómico vertebrado
- 39. El Estado federal flexible y simétrico
- 40. El monopolio de los mercados financieros
- 41. La paradoja de la crisis en España
- 42. Andalucía a la vanguardia de la denuncia
- 43. El sagrado deber de no dar un paso atrás
- 44. Repensar Andalucía es la tarea común
- 45. Vendrán tiempos mejores
Transcripción
Rector Magnífico. Excelentísimo Señor Presidente de la Junta de Andalucía. Excelentísima Presidenta. Queridas amigas y amigos.
Quiero empezar por agradecer vivamente al excelentísimo señor rector de ésta prestigiosa universidad almeriense, don Pedro Molina, así como a su claustro de profesores, el inmenso honor que me hacen al investirme en el día de hoy Doctor Honoris Causa.
Un doctorado que me honra y supone, al tiempo, una notable exigencia: la de estar, cuando menos, a la altura moral, si no académica, de tan excelso galardón.
Y créanme si les digo que, sin demérito para ninguna de las distinciones que me han sido otorgadas a lo largo de mi vida, ésta es junto a la de Hijo Predilecto de Andalucía, la que más me llega al alma, la que más me emociona, y la que mejor cubre, con su piadoso manto, mis múltiples errores y defectos.
Quiero agradecerle, igualmente, al maestro, compañero y amigo Juan Cano, Presidente del Consejo Consultivo y catedrático de Derecho Constitucional de ésta casa, sus cálidas palabras, así como el exceso de méritos que me atribuye, que solo se justifican por esa intima relación de afecto que une a quienes, desde hace ya muchos años, compartieron y siguen compartiendo, sueños y luchas, penas y alegrías, en el siempre difícil camino de alcanzar una sociedad más libre, justa y solidaria.
Éste es, también, un día para el agradecimiento, para el recuerdo; para la recuperación de la memoria, mi memoria, siempre tan lejana y próxima a la vez.
No se muy bien si es cosa de los años, o de la madurez que ellos me otorgan, pero, a veces, tengo la extraña sensación de que, sin los recuerdos acumulados a lo largo de mi vida, toda ella carecería de sentido.
Ellos son como el hilo de plata que sostiene el armazón de mi existencia, y cimentan todo aquello en lo que creo.
Pero, permítanme que les haga una confidencia: nunca les agradeceré bastante a mis padres, a quienes dedico emocionalmente este doctorado, que en mi más tierna infancia me matricularan en un colegio laico, liberal y tolerante como era la Escuela Francesa de Sevilla.
Allí me eduqué junto a otros niños provenientes de familias luteranas o protestantes, lo que supuso un choque frontal con los valores y costumbres de la vieja España nacional-católica imperante en aquél tiempo, aunque yo, entonces, no lo supiera.
Y allí empecé a entender, poco a poco, que "el otro", el diferente, el que estudiaba y jugaba conmigo, unque formaba parte de una realidad social estigmatizada y no oficializada, marcaría para siempre mi forma de entender el mundo y la vida.
Desde entonces nunca me he sentido ajeno a la verdad de quienes no piensan como yo.
Llegué a la Facultad de Derecho por exclusión, ya que mi primera vocación fue la de estudiar medicina. Pero cuando en unión de otros compañeros tuve la oportunidad de ver lo que era una autopsia real, me di cuenta de que aquello no era lo mío. Al punto, de que aún mantengo vivo en algún lugar de mi memoria el ácido e irreductible olor a formol con que mantenían aquellos cadáveres, distorsionados y rotos, que servían para hacer prácticas a los estudiantes de primer curso.
Al final, me matriculé en la Facultad de Derecho, por más que hasta el último momento dudé sobre si hacerlo en la de Filosofía y Letras, ya que mi temprana y obsesiva vocación por la lectura, inoculada en mí por el inolvidable y querido maestro don José del Real, profesor de Gramática e Historia en la Escuela Francesa, me llevaban a ello.
Sin embargo, no les miento si afirmo que, desde entonces, han sido muchas las veces que me he preguntado si no me equivoqué al tomar aquella decisión.
Mi irrupción en la Facultad de Derecho fue como la de un elefante en una cacharrería. Si hasta entonces había sido un buen estudiante, aquel primer curso universitario, fue un auténtico desastre.
En lugar de ir a clase y tomar apuntes, donde me aburría como una ostra, me dedique a pasear por aquellos claustros, a enredar y discutir sobre política, libros y música, con los compañeros y amigos de otras facultades, hasta que llegó el día en que como el apóstol San Pablo, me caí del caballo y, en junio, me di de bruces con la cruda realidad.
De las cuatro asignaturas que formaban parte del primer curso, solo aprobé una, y decidí que el Derecho no me interesaba y que al año siguiente me matricularía en Filosofía y Letras.
Allí tenía buenos amigos y, además, se realizaban seminarios sobre mitología griega, dirigidos por don Agustín García Calvo, que agitaban mis neuronas en mucha mayor medida que las, para mí, siempre áridas, asignaturas de Derecho.
Entretanto, habían pasado muchas cosas. Entre otras, mi toma de conciencia sobre la realidad política española. En aquella época eran muchos los grupúsculos políticos que pululaban por el bar de la Facultad de Derecho y merodeaban por los pasillos de aquel vetusto caserón a la caza y captura de adictos y neófitos para su causa; entre otros, los del Opus Dei, los falangistas, los monárquicos de don Juan, los Carlistas, los comunistas, los trotskistas, los maoístas, los de la JEC (Juventud de Estudiantes Católicos), los Propagandistas de Herrera Oria, y los socialistas del PSOE.
Todos ellos eran perfectamente identificables por su espíritu tribal y el modo en que hablaban entre sí; casi siempre en un lenguaje cosificado y preñado de consignas.
En aquel ambiente confuso, y en constante ebullición, destacaba el magisterio de un profesor legendario y comprometido. Me refiero a don Manuel Giménez Fernández, democristiano de izquierdas, ministro que fue de Agricultura en la segunda República española y que se distinguía por sus agudas y aceradas críticas al Régimen, adobadas siempre, como elemento de blindaje ante el aparato represor, con citas literales de Juan XXIII. "Esto no lo digo yo "decía don Manuel-, sino su Santidad el Papa en su Encíclica Pacen in Terris".
Su magisterio, en mayor o menor grado, nos alcanzó a todos, y aún permanece en muchos de nosotros como un ejemplo de honestidad intelectual y de coherencia política.
En aquella época, si yo tenía algo claro eran dos cosas: mi frontal oposición a la dictadura franquista, y mi compromiso con un cristianismo de base sin adscripción partidaria; de ahí que entrara en las Juventudes de Estudiantes Católicos, y de la que al cabo de un año, me fui tal como entré, debido a que en un encuentro de nuestra junta directiva con el Cardenal Bueno Monreal, éste nos amonestara, diciendo: "lo vuestro es ir a misa y rezar y, bajo ningún concepto, participar en actividades políticas".
Su arrogante actitud, entre distante y complaciente con el Régimen, enfrió mi espíritu hasta el punto de que aún hoy no he podido superar el agnosticismo que me embargó aquél día y que, desde entonces, me acompaña de forma irreductible.
Sin embargo, aquella actitud cardenalicia, tan en línea con el nacionalcatolicismo de vieja raigambre franquista, reconocible incluso hoy en ciertos personajes del estamento eclesial, sirvió para que me decidiera a afrontar seriamente mi compromiso político.
Todo empezó con un librito de unas veinte páginas de Guy Mollet, por cierto, que me regaló Alfonso Fernández Malo que creo que hoy me acompaña. maestro de escuela de Arras (Francia) y Presidente de SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera), que se opuso al intento de León Blum de convertir el partido en un conglomerado centrista, y defendió, frente a viento y marea, la identidad socialista del mismo.
Aquel libro trataba de la educación pública y, entre otras cosas, afirmaba que el Estado debía ser el garante de una educación pública, laica y tolerante para el conjunto de la sociedad, sin que cupiera establecer discriminación alguna por razones de sexo, raza o religión.
Debo confesarles que en aquel tiempo su lectura me conmovió; sobre todo cuando afirmaba que "la formación del ser humano es el arma más poderosa para garantizar el principio de igualdad de oportunidades, y la más eficaz para combatir la injusticia social y la tiranía de los poderosos".
Estos simples y elementales principios educativos, tan de actualidad en los tiempos que corren, siguen siendo, junto a otros de no menor enjundia, uno de los más firmes baluartes del socialismo democrático, y del Estado del Bienestar.
El día que como sociedad dejemos de entender que la inversión en capital humano es la más importante de cuantas podamos realizar, habremos cometido un error de imprevisibles consecuencias que, a buen seguro, condicionará el futuro de nuestros hijos, y el progreso sostenible de nuestra sociedad.
No miento si les digo que, desde que era estudiante y hasta hoy, mi vida ha girado entre dos ejes centrales: la lucha por la justicia social, y el combate por la igualdad de oportunidades; dos vectores que me han servido para sentirme útil socialmente y libre como ser humano.
Pero no conviene olvidar que estos solo alcanzan su verdadero significado si se realizan desde la libertad, desde la democracia, desde la participación ciudadana, desde ese derecho último a decidir que todos tenemos "en una sociedad abierta y tolerante que acepte al otro", al disidente, como un igual, y no como alguien al que toleramos como un mal menor.
Con otras palabras, la justicia social y la lucha por la igualdad son, a mi juicio, dos conceptos que van indisolublemente unidos a la libertad individual y a la aceptación del adversario como poseedor de una parte de la verdad.
Y es que, aunque a algunos les cueste aceptarlo, la verdad como concepto ético y transcendente que emana de la razón nunca ha sido ni será patrimonio exclusivo de ninguna persona, grupo organizado o sector ideológico, por muy noble y legítimos que sean sus fines. En todo caso, será nuestra verdad, pero nunca la de todos.
Entender esto, metabolizarlo, quizás sea una de las asignaturas pendientes de la sociedad española y que explica, en gran parte, nuestro devenir histórico.
Es más, cabe afirmar, con los matices que se quieran, que como pueblo hemos dedicado siempre más tiempo histórico en vencer que en convencer. Y eso nos ha llevado a la descalificación del adversario, cuando no al cainísmo fratricida, en lugar de a la búsqueda de la verdad. Esa verdad compartida de la que hablaba anteriormente.
Lo cual me lleva a afirmar de forma categórica que el acuerdo o el consenso son siempre preferibles a la confrontación social, por más que ésta suponga, en ocasiones, un placebo que circunstancialmente colma nuestras pasiones más íntimas, aunque casi nunca nos permite avanzar.
Porque avanzar, progresar, es buscar el equilibrio entre lo deseable y lo posible, entre lo que queremos y lo que podemos conseguir, sin que por ello tengamos que renunciar a ninguna de nuestras ideas o valores.
No se trata, pues, de defender el pactismo como doctrina política, sino de situarlo en el contexto de una sociedad plural y diversa que, en ocasiones, lo reclama como exigencia.
Si, soy partidario del acuerdo, y creo, por tanto, en el Estado. Porque, ¿qué es el Estado sino un acuerdo, un pacto realizado entre individuos con diferentes ideas e intereses que renuncian a la libertad absoluta en beneficio propio y de los demás?
Creo en el Estado como forma política que organiza el poder y lo limita. En ese Estado que reconoce y garantiza los derechos fundamentales de la ciudadanía frente al propio Estado y frente a terceros. En ese Estado que, lejos de propiciar la concentración de poderes, los divide, los separa y los sujeta.
Y si ya en mi juventud creí, señor rector, señoras y señores claustrales, en el igualitarismo social, en la libertad de los espíritus, en la necesidad del consentimiento de los gobernados para la existencia de un gobierno representativo, en la capacidad, en fin, que asiste a toda persona a rebelarse contra cualquier forma de despotismo, hoy, tantos años después, lo sigo creyendo con más fuerza si cabe.
En otro orden de cosas, el páramo cultural que el franquismo supuso para las gentes de mi generación no pudo en cambio cercenarnos la libertad de pensamiento y de juicio. Tampoco la pasión por la lectura de la novela, la poesía o el ensayo, por más que la censura intentara extender sobre los españoles un manto de anomia, silencio y olvido.
La Universidad española fue, acaso, uno de los territorios exentos a la implantación del pensamiento único. Como espacio de libertad y de progreso, la Universidad nos ensanchó la mente y nos avivó el espíritu.
Por eso, hoy más que nunca, agradezco a aquellos viejos maestros de la Universidad de Sevilla que me abriesen los ojos al mundo de la preocupación social y a las siempre apasionadas lecturas sobre la historia de las ideas políticas.
Allí aprendí que la lucha por los derechos humanos era la historia misma del combate diario por la libertad y por la democracia. Y que el principio de legalidad era inherente al Estado de Derecho.
Allí comprendí, también, que la libertad de expresión, de pensamiento y de culto, eran condiciones previas para cualquier organización del poder fundado en una constitución política. E interioricé que la secularización de la política y la limitación del poder estaban en la base misma del acto revolucionario que alumbró el Siglo de las Luces, y con él, la modernidad política, económica, social y cultural.
Una modernidad que se abrió paso con las revoluciones liberales norteamericana y francesa y que supusieron un gran avance para la humanidad.
Aún hoy podemos escuchar la voz de aquellos constituyentes que creyeron en la existencia de unas leyes naturales, evidentes e inviolables, al tiempo que difundían su convicción en la garantía de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Voces, estas, que vinieron precedidas de otras que entroncaban con la tradición del derecho natural revolucionario que inspiró en España la Escuela de Salamanca con teólogos como Francisco de Vitoria, Francisco Suárez o Juan de Mariana.
Aunque serían pensadores del fuste de Montesquieu y enciclopedistas como Voltaire y Rousseau los que fundamentaron teóricamente la ruptura con el viejo régimen absolutista.
El primero, postulando una república democrática que distribuyera el poder entre los distintos órganos del Estado; y el segundo, defendiendo su creencia en que todos los hombres nacen libres e iguales, y que el pueblo "único titular de la soberanía- investía al gobernante de la necesaria legitimidad democrática a través de "un contrato social".
No sería hasta la declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, unida al pensamiento de Marat, Robespierre o Saint Just, cuando se identifiquen "democracia" y "república" como conceptos políticos indisociables.
Y serán ellos, también, quienes abanderen la proclama revolucionaria de libertad, igualdad y fraternidad que se plasmará en la Constitución francesa de 1793. Una Constitución, que residenció por primera vez la soberanía en "el pueblo" antes que en "la Nación". Y que en su dinámica democratizador implicó de lleno a sectores populares y a las mujeres que, por primera vez en la historia, jugaron un papel destacado en la consecución de mayores cuotas de igualdad.
Y aunque esta Constitución tuvo corta vida y su programa político quedó pronto truncado, sus ecos a favor de la libertad y de la igualdad no dejarán ya de resonar en la historia por venir. Y por eso yo, que he luchado toda mi vida por la libertad y la democracia, me declaro hoy, ante ustedes, intelectualmente hablando, un afrancesado.
Pero, en paralelo a lo dicho, siempre he pensado que la democracia política, el sufragio universal y la participación popular en los asuntos públicos no es suficiente si no va acompañada de otro valor superior del ordenamiento constitucional: la igualdad. La igualdad "ante" el Derecho, primero, y la igualdad "en" el Derecho, después.
No olvidemos, llegados a este punto, que las revoluciones populares que estallaron en Europa en la primera mitad del siglo XIX anudaron, junto a la reivindicación de la libertad política, la lucha contra la explotación económica. Surgieron, así, los primeros signos en aras de la prosecución de una "democracia social".
Así como tampoco debemos olvidar que la historia de la legislación social es bastante reciente. Piensen que en 1833 se aprobó en Inglaterra, por los Comunes, la primera ley sobre el trabajo en las fábricas. Y fue también por esa fecha cuando se prohibió el trabajo de los niños menores de 9 años "excepto en la industria de la seda-, y para los mayores de esa edad cuando se fijó por ley un horario máximo de trabajo.
Tendría que ser un aristócrata terrateniente, Alexis de Tocqueville, quien analizando la revolución de 1848 mejor supo atisbar el tiempo que se avecinaba en materia social, cuando dijo: "la revolución francesa, que abolió los privilegios y destruyó todos los derechos exclusivos, ha permitido que subsista uno, y de modo ubicuo: el de la propiedad... Muy pronto la lucha política se establecerá entre los que poseen y los que no poseen; el gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política discurrirán sobre las modificaciones más o menos profundas que habrá de sufrir el derecho a la propiedad".
En efecto, la Comuna de Paris de 1871, gestionada por los propios trabajadores, causó una gran impresión en los observadores políticos de la época: la producción social fue sometida al control de cooperativas de obreros; los bienes de la Iglesia, expropiados y nacionalizados; las instituciones de enseñanza, democratizadas; se condonaron los alquileres de vivienda y se adoptaron otra serie de medidas socializantes.
Este avance del movimiento obrero, ahora ya bajo siglas socialistas, comunistas o anarquistas, propició distintas reacciones en las clases dirigentes, unas de carácter represivo, otras de signo contemporizador. A esta segunda pertenece la política social preventiva llevada a cabo por el canciller Von Bismark en Prusia, en el último tercio del siglo XX.
Este primer esbozo de "Estado social", paternalista, autoritario y corporativista, pretendió desactivar, con carácter cautelar, la amenaza revolucionaria que se extendía por Europa.
Este reformismo social preventivo estaba inspirado en autores tan dispares como Hegel, Von Stein o Lasalle. Aquel llamado "socialismo de cátedra" ra partidario de las reformas sociales impulsadas desde el Estado y creía en el papel de éste como mediador necesario para armonizar los intereses sociales en conflicto.
Pero fueron los socialistas reformistas "más tarde llamados "utópicos" por Marx- los que creyeron firmemente en el progreso hacia el socialismo mediante la utilización de las instituciones del Estado.
Y fue con este fundamento doctrinal ajeno que Bismark puso en marcha una novedosa legislación laboral: la ley de seguro y maternidad, la ley de accidente de trabajo; la ley de seguro de invalidez y pensiones, financiadas mediante cotizaciones mixtas de trabajadores y empresarios, al tiempo que prohibía los partidos socialistas y restringía el derecho de asociación y huelga.
Pero con la legalización del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) se evidenció que era posible avanzar hacia la igualdad por la vía de la conquista electoral y la reforma institucional.
Y la legislación sobre el trabajo por cuenta ajena avanzó de forma nítida e imparable bajo la presión de los partidos de la clase trabajadora, ahora ya mayoritariamente legalizados.
A partir de entonces los Parlamentos nacionales dejaron de ser los lugares representativos de una única clase social y en sus escaños tomaron asiento representantes de la clase obrera, como el propio Pablo Iglesias.
Los derechos sociales, en suma, onocerían desde entonces una progresiva constitucionalización, y también postergaciones y retrocesos en los distintos avatares históricos del periodo de entreguerras.
Con todo, habría que esperar hasta las Constituciones mexicana de Querétaro de 1917, y la alemana de Weimar de 1919, para abordar el andamiaje de lo que más tarde sería el constitucionalismo social.
Ello no tendría lugar hasta la finalización de la segunda guerra mundial, una vez derrotados los fascismos surgidos en Italia y Alemania.
Y fue esa misma derrota la que abrió paso, bajo un nuevo impulso democrático, a un gran pacto en libertad entre el capital y el trabajo; un gran acuerdo entre los agentes sociales en presencia, para producir más y redistribuir mejor.
Así, junto a los clásicos derechos civiles y políticos, los derechos sociales quedaron incorporados, a partir de los años cuarenta del pasado siglo, a las nuevas constituciones del Estado social y democrático de Derecho, de las que la Constitución Española de 1978 es una muestra avanzada: Surgido de las necesidades de entendimiento entre las colonias norteamericanas, y como una reacción contra el Estado unitario inglés, el federalismo fue concebido como una solución técnico-constitucional de reparto del poder entre el centro y la periferia.
Es, en definitiva, un intento de conciliar el principio de la unidad del Estado con el principio de autonomía constitucionalmente garantizado a las entidades territoriales que lo componen.
Lejos de rupturas y desmembraciones, el federalismo no cuestiona la existencia del Estado sino que la presupone, y es en la forma de articulación interna donde encuentra sus peculiaridades en virtud de necesidades económicas y políticas.
El federalismo debe poco a la teoría intelectualizada y es tributario, en cambio, de la práctica política. En su origen es un proceso de transformación de una confederación de Estados independientes en un Estado único, aunque no unitario, y políticamente descentralizado.
Es, pues, un Estado configurado desde entidades territoriales diferenciadas que conservan un grado sobresaliente de autonomía, y que participan en la formación de la voluntad federal a través de una segunda Cámara de integración que es el Senado.
Es, en fin, la propia Constitución quien establece una instancia de solución de conflictos de naturaleza judicial (Tribunal Constitucional) y extrajudicial (Senado), y, en general un arsenal de instrumentos de coordinación, colaboración, cooperación y mutuo auxilio con fundamento en el principio de lealtad federal.
A estas características habría que añadir otras virtualidades que derivan de la identificación entre "Estado federal"y "Estado democrático".
Como son la división vertical del Poder entre el Estado Federal y los territorios autónomos, la mayor participación de los electores en las instancias políticas, la mejor aproximación de los ciudadanos al Poder a través de la descentralización, la menor dificultad para incentivar las posibilidades participativas de las minorías, la más acabada realización del pluralismo; o dicho con otras palabras, el incremento, en fin, de los mecanismos de responsabilidad y control sobre el Poder político estatal.
Como ha hecho notar la doctrina, el Estado federal comporta un ordenamiento descentralizado que reconoce el papel constitucional de la autonomía, sin menoscabo de la "soberanía federal".
Y aunque los más reconocido modelos de Estados federales derivan de precedentes situaciones confederales " como es el caso de los EEUU, Suiza o Alemania-, no olvidemos el camino recorrido por otros Estados unitarios hacia la descentralización interna en forma de funcionamiento federal, tal como ha ocurrido en Canadá, Austria, y, señaladamente, España.
La historia se ha encargado de validar el doble camino hacia la experiencia federal: de una parte, el modelo basado en la formación de un Estado federal a través de la integración de Estados ya soberanos; y de otra, el tránsito de un Estado unitario centralizado a otro descentralizado a través del reconocimiento del principio de autonomía.
Y esta reflexión viene en auxilio del intento de comprensión de la conformación de España, la de ayer y la de hoy, que no es una entidad metafísica y ahistórica, sino una realidad bien compleja, fundada en pueblos diferentes, integrada por diversas culturas y donde la "unidad" no representó jamás la "homogeneidad", ni la "pluralidad" pudo ser reconducida a la "uniformidad".
Decía señor rector, señoras y señores claustrales, que soy un firme defensor del Estado social y democrático de Derecho y, precisamente por eso, creo en la descentralización política que lo desarrolla y donde todos los territorios, y la ciudadanía en su conjunto, operen en condiciones de igualdad.
No olvidemos que los españoles fuimos capaces de dotarnos de una Constitución pactada, donde todos cedimos, y todos ganamos, poniendo fin al constitucionalismo otorgado, o al impuesto por unas mayorías sobre otras.
Y así también debemos actuar sobre todas aquellas cuestiones nucleares que reclaman una respuesta, aquí y ahora, que diría Julián Marías.
Éstas, que son algunas de mis más firmes convicciones, ya las compartía entonces, cuando aún deambulaba por los pasillos de la Facultad de Derecho a la búsqueda de mi identidad personal.
En aquél tiempo, la lucha contra la dictadura se materializaba en términos de frontalidad y rechazo bajo la incomprensión de un estamento universitario que, salvo excepciones, se mostraba complaciente, cuando no, adicto al régimen.
Dentro de esas excepciones quiero señalar, aparte la figura de don Manuel Giménez Fernández, del que hablé anteriormente, la de don Manuel Romero, profesor de la Cátedra de Derecho Político cuya titularidad ostentaba don Ignacio María de Lojendio, y la de don Miguel Rodríguez Piñero, maestro del que les habla y que, por aquél entonces, era un joven profesor, catedrático de Derecho del Trabajo, recién llegado de Murcia.
La de don Manuel Romero, por ese magisterio semiclandestino en su casa, donde nos ilustraba sobre las virtudes del parlamentarismo anglosajón y el constitucionalismo norteamericano; y la de don Miguel Rodríguez Piñero, por su actitud progresista y liberal, por su amplitud de miras y por el comportamiento impecablemente democrático y tolerante del que siempre hizo gala.
Él fue quien nos abrió la puerta de su departamento a un grupo de jóvenes antifranquistas, sabiendo que lo éramos, y entre los que estaban Felipe González, mi mujer, Ana María, y un servidor de ustedes.
Para ellos mi gratitud más sincera, y mi leal reconocimiento a su ejemplar magisterio.
Pero, déjenme que les haga una confidencia. Gracias a Ana María, compañera y amiga, y con la que luego me casé, decidí quedarme en la Facultad y seguir mis estudios de derecho.
A ella le debo que a partir del segundo curso sacara unas notas excelentes, y que mi curriculum universitario mejorara de forma ostensible.
Pero, sobre todo, quiero agradecerle hoy, aquí, que consiguiera embridar mi natural tendencia a la dispersión, y que me alentara siempre en los momentos difíciles para seguir mi propio camino.
Ana, que era tan rebelde como yo, y feminista de la primera hora, nunca se quedó atrás en aquellas luchas universitarias; por el contrario, fue un acicate para proseguirlas. Su mirada radical sobre la injusticia y su constante perseverancia en combatirlas, han sido siempre, al menos para mí, un ejemplo a seguir, el espejo en que mirarme.
A lo largo de la carrera fui delegado de curso, delegado de Facultad y presidente del distrito universitario de Sevilla. Sin embargo, todo ello que evidenciaba mi compromiso político y mi adscripción partidaria, no me satisfacía lo suficiente.
De algún modo, me consideraba un privilegiado, alguien que se movía en los ambientes elitistas de la universidad, y cuyas lecturas solo satisfacían mis propias fantasías.
Necesitaba algo más, y ese algo más estaba fuera, en la calle, en el incipiente movimiento obrero que luchaba, no sólo por las libertades, sino para mejorar sus ondiciones de vida y de trabajo.
De ahí que Ana María, Miguel Ángel del Pino, Antonio Gutiérrez, Felipe González y yo, montáramos el primer despacho laboralista de España.
Esa si que fue una inmersión en la vida real, y un choque con ese otro mundo, tan alejado del diletantismo universitario, como del lenguaje elitista al que estaba acostumbrado.
Nunca en mi vida he experimentado la sensación de formar parte de algo tan importante como en aquellos momento fundacionales de lo que más tarde sería la UGT.
Como decía Goethe "Todo el que ante nuestros ojos lucha por un objetivo siempre despierta nuestro interés, independiente de que alabemos o deploremos su meta". Pues bien, ellos despertaron nuestro interés, y nos hicieron cómplices de su meta.
Aquello supuso para nosotros, o al menos para mí, la simbiosis perfecta, la conjunción deseada entre obreros y universitarios, la catarsis que, de algún modo, cambió nuestras vidas.
Los encierros nocturnos en el despacho, con la policía en la puerta, por negarnos a entregar los carnets de identidad de los trabajadores a los que asesorábamos en las huelgas del metal, o de la Renfe; el cruce clandestino de la frontera franco española, los juicios de orden público, las más de sesenta vistas orales por despido o reclamaciones de cantidad al mes, y que nos negábamos a conciliar torticeramente en la Magistratura de Trabajo, frente a la frontal oposición de jueces y secretarios, hicieron que profundizáramos en nuestro compromiso político y creciéramos como personas.
Aquello supuso que, por primera vez en mucho tiempo, el PSOE y la UGT se hicieran visibles, no sólo en Andalucía, sino en España. Dejando de ser las siglas históricas del pasado, para convertirse en algo real y vivo, en el engarce con la memoria latente de un sector importante de la sociedad española que había perdido la guerra civil, pero que guardaba en el baúl de los recuerdos, la memoria viva de la represión y del exilio.
Nunca olvidaré la fecha. Fue el día 13 de julio de 1977 cuando, tras la celebración de las primeras elecciones democráticas desde la guerra civil, entramos en el Congreso de los Diputados.
Era un día radiante de sol que anunciaba un verano caluroso. Allí estábamos nosotros, los socialistas, como primer partido de la oposición. Habíamos dejado atrás los pantalones vaqueros y las chamarras para vestir nuestros mejores trajes y corbatas.
A mí me tocó, según el argot parlamentario de la época, el tendido del 7, junto a Ramón Tamames del Partido Comunista, a cuyo extremo del pasillo se sentaba Santiago Carrillo.
Desde allí vi entrar, entre otros a Fraga Iribarne, que en paz descanse, junto a Gonzalo Fernández de la Mora; a Dolores Ibarruri del brazo de Rafael Alberti a Blas Piñar de Fuerza Nueva, solo y erguido como una esfinge; a Rodolfo Martín Villa y Adolfo Suárez de la UCD; a los veteranos socialistas José Prats, Alfonso Fernández Torres, junto a Felipe González y Alfonso Guerra.
Aquella panoplia de gentes tan diversas y enfrentadas durante los últimos cuarenta años de dictadura, no hacía presagiar nada bueno.
Sin embargo, y frente a cualquier pronóstico pesimista, aquel grupo variopinto, tan distinto y distante, salvo algunas excepciones, fue capaz de intercambiar comentarios en el bar del Congreso, alrededor de una taza de café, cada vez que se concedía un receso en la actividad parlamentaria.
De forma que fue allí, en ese bar del que hablaba, donde se fraguaron muchas complicidades que luego darían sus frutos, en la segunda legislatura, a la hora de redactar la que se ha dado en llamar la "Constitución de la Concordia".
Don Francisco Tomás y Valiente, vilmente asesinado por ETA, nos dejó escritas páginas memorables sobre la historia constitucional y el valor de la Constitución basada en la libertad y en la igualdad.
Y bajo ese concreto y preciso concepto de Constitución, por el que la gran mayoría de españoles habíamos luchado, y que tantas esperanzas había suscitado, se tejió la urdimbre de nuestra Carta Magna.
Una Carta que servía a las aspiraciones de una sociedad plural y a un Estado complejo, que encontraba en la descentralización territorial su expresión más auténtica, tras décadas de uniformidad y centralismo.
Por primera vez nos habíamos dotado de una Constitución que era fruto del consenso y del acuerdo. De una Constitución para todos, para las derechas y para las izquierdas, incluidos los nacionalistas que participaron activamente en su redactado, por más que algunos salvaran la cara ante sus bases, absteniéndose en el referéndum que finalmente se aprobó mediante una amplia mayoría.
No obstante lo dicho, y acreditado el acierto de aquella política de concertación, cabe afirmar que ninguna de las fuerzas políticas en presencia desconocía que el periodo de la transición política venía marcado por una doble frustración: la de la izquierda, al constatar que el dictador había muerto en la cama, y que por tanto no había lugar para una ruptura democrática; y la de los reformadores del Régimen, al ser plenamente conscientes de la imposibilidad de imponer una Constitución otorgada, habida cuentas las ansias de libertad del pueblo español.
Con todo, y a pesar de sus muchos aciertos y bondades, soy de los que piensan que el constituyente español cometió, aunque con su mejor buena fe, un error constitucional de bulto que aún hoy seguimos pagando.
Dicho error consistió en no establecer una clara correspondencia entre el principio de igualdad individual y el principio de igualdad territorial, entre el reconocimiento de los mismos derechos y obligaciones de todos los españoles y el desafuero de establecer desigualdades en el acceso y consolidación del autogobierno entre las diferentes Comunidades Autónomas integrantes del Estado.
Soy consciente de la gravedad que supone hablar de un error del constituyente en esta cuestión, habida cuenta las virulentas controversias que este tema suscita, tanto en la derecha como en determinados sectores de la izquierda y, por descontado, en los partidos nacionalistas.
Soy consciente, igualmente, de que son muchas las voces que reiteran hasta la saciedad que lo del "café para todos" fue el caballo de Troya que dinamitó l diseño inicialmente previsto de una autonomía plena para Cataluña, Euskadi y Galicia, y unas autonomías de segundo nivel para el resto de las regiones españolas.
A estos efectos, resulta curioso constatar el hecho de que no obstante haber pasado más de treinta años de todo aquello, se repitan los mismos argumentos, incluidos los insultos que, en su día, se profirieron en nuestra contra.
Con el agravante añadido que supone, en estos tiempos de crisis económica que padecemos, el que los detractores del principio de igualdad adoben sus diatribas frivolizando acerca de la insostenibilidad de "diecisiete Estados Autonómicos" con sus respectivos gobiernos y administraciones públicas. Como si los Estados centralistas de Portugal, Irlanda o Grecia no padecieran la crisis, o ésta no se debiera tanto a causas endógenas como exógenas, al margen de la cuestión territorial del Estado.
Claro que los detractores del principio de igualdad territorial olvidan de forma interesada que la propia Constitución española fijaba en su artículo 148, apartado 2, un plazo de cinco años para que las comunidades autónomas pudieran ampliar sucesivamente sus competencias dentro del marco establecido en el artículo 149, pudiendo acceder así a los techos competenciales de las llamadas nacionalidades históricas. Con lo que el ciclo igualitario, aunque con cierto retraso y muchas dificultades, habría llegado finalmente a concretarse en todas las comunidades autónomas que lo hubieran deseado.
La preocupación del conservadurismo español por la instauración del principio federal y el telón de fondo del hipotético separatismo, tiene mucho de apuesta a favor de un Estado centralista más o menos autoritario.
Ni que decir tiene que soy un firme defensor del llamado federalismo simétrico, a salvo los hechos diferenciales de naturaleza cultural o lingüísticos que son propios de cada territorio.
La encrucijada hoy no gira alrededor del binomio centralización/descentralización, sino que se suscita en torno a la dialéctica federalismo frente a nacionalismo.
Claro que algunos, desde aledaños nacionalistas y también socialistas, han defendido y defienden el federalismo asimétrico, que es bastante más que un eufemismo para defender la desigualdad territorial y consolidar privilegios, no sólo en el ámbito competencial, sino fiscal.
Y justamente ese fue el debate que originó la lucha por la autonomía y el que nos llevó a la superación de una carrera de obstáculos que desembocó en el referéndum del 28 de febrero.
Una fecha que tuvo un único protagonista: el pueblo andaluz; un pueblo que, por encima de la marginación histórica y del subdesarrollo endémico que padecía, fue capaz de liderar el combate por la igualdad territorial bajo el lema de "No queremos ser más que nadie, pero tampoco menos".
Un pueblo, en suma, que se enfrentó al aparato del Estado, al nacionalismo insolidario, a los poderes económicos y, por supuesto, a la derecha política, reclamando justicia y equidad; o lo que es lo mismo, solidaridad e igualdad.
Y nuestra victoria fue la victoria de todos, ya que ello supuso que las Cortes Generales se vieran obligadas a universalizar dichos principios y se homogeneizaran los ámbitos competenciales y de financiación autonómica.
Pero la lucha continúa. Y hoy la desigualdad, con otro nombre, se llama Pacto Fiscal, que consiste en que una comunidad autónoma, léase Cataluña, recaude la totalidad de los impuestos estatales y pacte bilateralmente con el Estado un porcentaj para su contribución a la, entre comillas, "solidaridad nacional".
Aceptar esto sería un segundo error éste de interpretación constitucional, que vulneraría gravemente nuestra Carta Magna.
Se trata, pues, de tener muy claro que es sólo al Estado a quien corresponde la potestad originaria para establecer tributos mediante ley, y que las comunidades autónomas gozan de autonomía financiera para el ejercicio de sus competencias con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles.
Sabido es que la garantía del principio de solidaridad territorial se encomienda al Estado mediante la aprobación de un Fondo de Compensación interterritorial, correspondiendo a las Cortes Generales realizar una adecuada y ponderada redistribución del gasto público.
Hacer dejación de estos principios sería abrir la puerta a un proceso de imprevisibles consecuencias sobre el bloque de la constitucionalidad, y cuyo desenlace sería fatal para una España avocada a superar la mayor crisis económica de todos los tiempos.
Porque, también se trata de eso, de afrontar la crisis, desde el rigor presupuestario y el ejemplo solidario.
De ahí, que resulte necesario, una vez más, que la voz de Andalucía se alce alta y clara, y a ser posible de forma unitaria, en defensa de un Estado Autonómico vertebrado en torno a dichos principios de igualdad institucional y solidaridad interterritorial, y que promueva al mismo tiemp la necesidad de profundizar, cada vez más, en un Estado cooperativo e integrado.
Y tengo para mí, que ello sólo se conseguirá si, entre todos, somos capaces de hacer compatibles los intereses generales de nuestra nación con los no menos importantes intereses regionales, sin que por eso se hayan de primar determinados privilegios, o pactos bilaterales.
Por todo ello, defiendo y creo en un Estado autonómico, encaminado irreversiblemente hacia un Estado federal "de hecho ya lo es-, que sea flexible y simétrico y que ampare los hechos diferenciales constitucionalizados; un modelo que sirva a los intereses de un Estado complejo, desde el diálogo con todas las comunidades autónomas, en foros transparentes y reconocibles; un Estado sin miedo a las tendencias centrífugas, siempre que éstas se expresen en términos democráticos y dentro de los cauces constitucionales.
Y, en suma, defiendo y creo en un Estado de Derecho que confíe plenamente en sus propias potencialidades constitucionales derivadas de la soberanía popular residenciada en las Cortes.
Frente a un Estado seudo autonómico, fuerte y embridado, que muchos sectores conservadores añoran, debemos contraponer una concepción del Estado, homogéneo y solidario, abierto y tolerante, cooperativo y superador de cualquier prejuicio que lo presente como si éste fuera la causa de los muchos males que hoy azotan a un mundo globalizado económicamente y desestructurado políticamente; un mundo que ha sido monopolizado por los mercados financieros que han hecho de la desregulación la fuente de su codicia, y que son los que nos han llevado al punto en el que estamos.
Pero algunos no quieren hablar de eso. Por el contrario, tratan de aprovechar la crisis para acrecentar el miedo en una ciudadanía desmoralizada y para cargar contra el Estado de las Autonomías, al que históricamente nunca quisieron y al que hoy hacen acreedor de todos los males de España. Son los mismos que olvidan que ha sido justamente la descentralización del Estado la que nos ha permitido alcanzar las mayores cotas de desarrollo y bienestar que hemos conocido.
Acusaciones como las de que el Estado autonómico ha sido el responsable de una presunta ruptura del mercado único, del despilfarro económico o de un debilitamiento de la marca España, son moneda común en el discurso de quienes más que reformar el Estado, lo que buscan es la refundación del mismo.
Son los viejos conocidos de la transición política que vieron frustradas sus esperanzas de construir un Estado de apariencia descentralizadora, y en los que sólo Cataluña y Euskadi, como un mal menor, pudieran desarrollar su nacionalismo irredento.
Llegados a este punto, resulta curioso observar que en los tiempos de bonanza económica, cuando España crecía sin parar y el bienestar inundaba nuestros pueblos y ciudades, haciéndonos olvidar la penurias del pasado, ninguno de los reformadores de ahora alzó su voz para criticar el Estado de las Autonomías. Por el contrario, todos ensalzaban sus virtudes y aplaudían la solvencia de unas Instituciones que promovían el desarrollo económico y social al tiempo que les proporcionaba ingentes beneficios.
De ahí, que resulte paradójico, el que sea justamente ahora cuando levanten su voz aquellos que más se enriquecieron con la desregulación y la especulación. Son quienes hoy se rasgan las vestiduras invocando la necesidad de que el Estado se haga cargo de sus orgías, y los que hoy critican al Estado autonómico, pero que hasta ayer mismo le rendían pleitesía. Dicho de otro modo, lo que hasta ayer era barato porque el becerro de oro daba para mucho, hoy resulta caro e impresentable porque da para poco.
Por eso, una vez más, le corresponde a Andalucía ser la vanguardia en la denuncia de cuantos intentos espurios busquen el adelgazamiento, tanto del Estado Autonómico como del Estado del Bienestar. Aunque no por ello, debemos hacer dejación de cuantas reformas sean necesarias para hacerlos más modernos y eficientes.
Reformas autonómicas si. Embridamientos políticos, no. Diálogos y pactos compartidos entre todas las Comunidades Autónomas, si. Diálogos bilaterales, no. Estado Autonómico cooperativo, si. Privilegios para algunos, no.
Pero, sobre todo, nos corresponde el sagrado deber de no dar un paso atrás en los avances tan duramente alcanzados en materias como la educación y la cultura, la sanidad y las prestaciones sociales.
Ceder en eso, sería defraudar las esperanzas de un sufrido pueblo que nunca le hizo trampas al Estado, y que tanto ha luchado en defensa de la libertad y de la igualdad para todos.
Como decía Blas Infante en la Memoria presentada a la Sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de Sevilla, leída el 23 de marzo de 1.914, bajo el título Ideal Andaluz: "Los partidarios del regionalismo coinciden todos, como es lógico que sucediera, en un punto esencial de la doctrina: la necesidad de ingerir a Andalucía savia pujante de renacer, para que, como unidad distinta se levante y trabaje por la obra de su propio engrandecimiento, laborando nuevas energías para concurrir con éxito en la empresa común de las regiones españolas; el progreso de la patria nacional, y por este progreso, el de la Humanidad, patria común de todos los hombres".
Y añadía: "Pero mientras unos se limitan a reconocer esa necesidad, otros, además, se esfuerzan en defender los medios de convertir en realidad dicha simple aspiración". Fin de la cita.
Repensar Andalucía, levantarse, renacer y trabajar para nuestro propio engrandecimiento es la tarea común a la que todos los hombres y mujeres de nuestra tierra estamos convocados.
Por ello entiendo que debemos seguir laborando por un Estado autonómico que sea fiel a los principios de igualdad, justicia social y solidaridad entre todas las Comunidades Autónomas, ya que ello supondrá el progreso de España, y todo lo que sea buenO para ella, lo será también para Andalucía.
Y que debemos hacerlo en el marco de un mundo donde la economía esté al servicio del hombre, y no de los mercados. Donde la política vuelva a ser lo que siempre fue: el ágora donde mujeres y hombres libres, elegidos democráticamente, que no tecnócratas suplantadores de la voluntad popular, alcen su voz en beneficio de la ciudadanía en su conjunto.
Y termino. Querido Rector. Querido presidente de la Junta de Andalucía. Queridos amigos claustrales. Señoras y señores. Tengan por seguro que vendrán tiempos mejores.
Para entonces, puede que algunos hayan intentado esquilmar el Estado del Bienestar y fragilizar el Estado Autonómico, afirmando que había que hacerlo por el bien de España; su España, que no la mía.
Pero la pregunta que debemos hacernos es si los andaluces vamos a consentirlo, o alzaremos de nuevo la voz para impedirlo.
Yo ya les anuncio que, una vez más, me quedaré con la voz de los sin voz, con la gente sencilla de mi tierra, con los marginados y los perdedores, con los heterodoxos y los exiliados del espíritu, con los míos de siempre; en definitiva, con todos aquellos en quienes vale la pena confiar.
Ponente
Minimizar/MaximizarRafael Escuredo Rodríguez
Discurso de presentación de Rafael Escuredo al doctorado Honoris Causa por la Universidad de Almería realizado por Juan Cano Bueso, Catedráitco de Derecho Constitucional de la Universidad de Almería.
La concesión de un doctorado Honoris Causa es, con toda seguridad, uno de los actos más solemnes que la Universidad celebra ocasionalmente. Para el otorgamiento correspondiente deben cumplirse los protocolos exigidos y, obviamente, que los órganos competentes de la Universidad lo aprueben en virtud de los méritos que concurren en el aspirante propuesto. Corresponde, en fin, a un profesor de esa Universidad presentar en acto público la personalidad y la obra de quién se doctora y hacerlo con la debida objetividad. Agradezco la oportunidad que a tal efecto se me confiere desde el deseo de que la vieja y compacta amistad que me une al Doctorando no perturbe la imparcialidad ante los hechos que a continuación expondré.
Mi papel se contrae, por tanto, a enumerar algunos de los muchos méritos que el doctorando posee y solicitaré a continuación para él la concesión del grado de Doctor Honoris Causa. Créanme si les digo que no es fácil sintetizar una vida tan plena y dilatada como la del Excmo. Sr. D. Rafael Escuredo Rodríguez: Presidente de la Junta de Andalucía entre los años 1982 a 1984. Presidente del Ente Preautonómico andaluz entre los años 1979 a 1982, Consejero permanente del Consejo Consultivo de Andalucía desde 2005 a 2009, Consejero electivo del mismo Órgano desde 2011, abogado ilustre, miembro del consejo de administración de importantes corporaciones industriales, presidente o miembro de patronatos de distintas fundaciones económicas, sociales o culturales, escritor de éxito que cuenta en su haber con 6 novelas publicadas, conferenciante brillante, Presidente de Honor del Consejo Asesor de la Cátedra que lleva su nombre en esta Universidad y otros cargos y distinciones que sería demasiado prolijo enumerar.
D. Rafael Escuredo, Sras. y Srs. es un humanista admirado y reconocido en España y fuera de ella. Pero sobre este conjunto de actividades, reconocimientos y méritos que el doctorando acredita, acaso destaque sobremanera su condición de hombre público. Un dirigente ejemplar que ha defendido, sobre todo, los intereses generales de Andalucía. Un político cuya tarea de gobierno ha sido determinante para el establecimiento de una concreta interpretación de la Constitución territorial de España en clave de igualdad y solidaridad. Un hombre público que ha efectuado desde Andalucía una extraordinaria aportación al Derecho Constitucional vigente, no prevista en la letra de la Constitución, y que ha contribuido de una manera importante al desarrollo político de España y a la convivencia pacífica entre todos los españoles.
Y, aunque sea cierto que el protagonismo de tamaño evento –como gusta siempre decir al Presidente Escuredo- correspondió al pueblo andaluz, no es menos cierto que la reciente historiografía ha convenido, por unanimidad, en señalar a Rafael Escuredo como el actor imprescindible de una forma de entender la Constitución territorial de España. Dejaré para la parte final de mi exposición los argumentos que avalan esta afirmación. Procede, con carácter previo, efectuar una breve semblanza personal así como contextualizar algunos de los avatares históricos que protagonizó la personalidad para quien hoy solicito su investidura como Doctor Honoris Causa.
Permítanme que les diga que, personalmente, no creo en los hombres providenciales. Entre otras razones, porque los postulados de esta concepción metahistórica nos conducen directamente a la alabanza del caudillaje. Tampoco me seducen los simples gestores políticos; ellos son necesarios para la optimización del gasto y para la buena administración de los recursos públicos, que no es poco, pero no entusiasman ni ilusionan porque su papel no es abrir caminos. Confío, más bien, en el liderazgo; el líder, cuando lo es, sabe ponerse al frente de una concreta situación histórica e interpretar las aspiraciones de un pueblo en su lucha por la libertad y la dignidad.
Encontrar un líder en España no es tarea fácil. Quizá lo fuese Manuel Azaña, pero su indudable talento intelectual no contó con la determinación política necesaria ni con un contexto histórico favorable. Lo fue, sin duda, Felipe González, el gran artífice de la modernización de la España democrática y social, a quien la historia, seguramente, aun no ha hecho del todo justicia. Sin embargo, es ya común opinión, tanto académica como popular, reconocer que el devenir reciente de Andalucía no se puede comprender sin la personalidad intensa, extensa y brillante del Presidente Escuredo.
Nacido en plena postguerra en una familia de clase media, este estepeño de origen y andaluz universal de vocación, encabezó la rebelión democrática para la consecución del autogobierno andaluz en el marco de la Constitución. Para ello recorrió cada rincón de Andalucía sin más armas que la palabra, protagonizó la rebelión pacífica, la huelga de hambre y la eclosión del 28 de febrero, resistió los embates de la inercia centralista y personificó la dignidad de los andaluces en aras de, como pueblo, no ser más que nadie pero tampoco menos que los demás.
Es Rafael Escuredo un socialdemócrata ilustrado que estudió Derecho en la Universidad de Sevilla. Consciente de la lucha antifranquista que impregnaba a ciertas élites universitarias, en la Facultad de Derecho Hispalense compaginó los estudios jurídicos con una decidida y firme vocación política. Allí fue delegado de curso, delegado de Facultad, delegado de Distrito y Profesor Ayudante de Derecho del Trabajo, para terminar afiliándose tempranamente al PSOE y a la UGT en el año 1965. Su inquietud profesional y su vocación social le conducen a integrarse como abogado en un despacho laboralista pionero junto a Felipe González y Ana María Ruiz Tagle, su compañera de tantos años.
Por esa época se sucedían notables transformaciones culturales y profundos replanteamientos de los viejos tópicos del poder establecido. Mientras el Régimen de Franco aprobaba la Ley Orgánica del Estado para intentar sobrevivirse a sí mismo, fuera de nuestras fronteras se estaban produciendo importantes acontecimientos de contestación social: El mayo del 68 en Francia, el otoño caliente en Italia, la primavera de Praga en Checoslovaquia, la `Ostpolitik´ en Alemania o las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam en los Estados Unidos. Todo ello contrastaba con la parsimonia inmovilista del Estado español. Era, pues, el momento de pasar a la acción en defensa de los derechos de los trabajadores y de los demócratas andaluces y españoles.
Por estos mismos años Rafael Escuredo viaja por Europa como delegado del Partido Socialista Obrero Español, a la vez que se integra en la redacción de `El Socialista´. También representa a su Partido en la “Plataforma de Coordinación Democrática”, un ente unitario aglutinante de la oposición política, que postula la ruptura con el régimen de Franco y la apertura de un proceso constituyente que dote a los españoles de una Constitución propia de un Estado social y democrático de Derecho.
En diciembre de 1976 se van a producir dos acontecimientos importantes para la reciente historia española: el referéndum de aprobación de la Ley para la Reforma Política y el primer congreso socialista que, de manera tolerada, se celebra en España desde la II República. En él Rafael Escuredo participará como delegado por Sevilla. Los hechos que suceden a continuación son sobradamente conocidos: el proceso de reforma política iniciará la transición de la dictadura a la democracia, supondrá el paso atrás de la clase política franquista y conducirá a la convocatoria de las elecciones democráticas de 15 de junio de 1977.
El antiguo dirigente estudiantil, ahora abogado comprometido en la lucha por los derechos laborales, es elegido diputado constituyente por la circunscripción de Sevilla, a la vez que nombrado miembro de la Mesa del Congreso y Vicepresidente de la Comisión de Asuntos Exteriores. Tomando ya posiciones para lo que vendría después, los 91 diputados y senadores elegidos en Andalucía se agruparon en la Asamblea de Parlamentarios que se constituyó en Sevilla el 12 de octubre de 1977. La intención de esta Asamblea no era otra que conseguir la autonomía para Andalucía, a cuyos efectos se convocó a todos los andaluces a manifestarse el 4 de diciembre en todas las capitales de provincia.
La presión ejercida por la ciudadanía y por la propia Asamblea de Parlamentarios llevó al Gobierno del Presidente Suárez a dictar el Real-Decreto Ley 11/1978, de 27 de abril, por el que se instituía la organización preautonómica y se creaba la Junta de Andalucía como incipiente órgano de autogobierno. Ésta quedaba compuesta por un Presidente y por dos órganos colegiados: el Pleno y el Consejo Permanente. Constituida en Cádiz el 27 de mayo de 1978, el Pleno procedió a elegir Presidente al senador socialista Plácido Fernández Viagas. En este incipiente Gobierno Rafael Escuredo fue nombrado Consejero de Política Territorial y Obras Públicas, cargo que compatibilizó con la portavocía en el Consejo Permanente de la Junta de Andalucía.
El mes de diciembre de 1978, fecha en que se suscribió el Pacto de Antequera, se aprobó la Constitución Española. En ella no se prefiguraba mapa autonómico alguno. Siguiendo la estela de la Constitución republicana de 1931, la autonomía quedaba configurada como un derecho de las nacionalidades y regiones. Sin embargo, en la mente del constituyente no estaba la generalización del mapa autonómico. De hecho, en el momento de redactar la Constitución, la cuestión territorial no había alcanzado en modo alguno el consenso. El balance final de estas divergencias quedó confusamente plasmado en la suprema morma. En ella se establecían unas vías distintas de acceso al autogobierno cuyo resultado final era una extraordinaria asimetría en la profundidad y alcance de la autonomía conseguida. Las llamadas “Comunidades históricas” accedían inmediatamente al autogobierno con un alto techo de competencias y un Parlamento con capacidad legislativa garantizada por la Constitución. En cambio, el acceso por la vía común no gozaba de esta naturaleza política y veía sensiblemente mermado su haz de competencias.
La decisión de optar por una u otra vía no se planteó en términos técnicos sino puramente políticos y Andalucía no estaba dispuesta a ser relegada en la nueva distribución del poder que la Constitución propiciaba. El 1 de marzo de 1979 Rafael Escuredo vuelve a ser elegido diputado por la Provincia de Sevilla y un mes más tarde es designado candidato a la Presidencia de la Junta de Andalucía. Pocos días después, concretamente el 2 de junio, en la Diputación de Sevilla tiene lugar el acto de constitución de la Junta, siendo elegido Presidente Rafael Escuredo.
Impulsada por la voluntad política del nuevo Presidente, la Junta de Andalucía surgida de las elecciones generales de 1979 iba a adoptar en Granada, el 21 de junio del mismo año, la importante decisión de caminar hacia el autogobierno por la vía del art. 151 de la Constitución. Para ello era necesario que lo aprobasen las Diputaciones afectadas y las tres cuartas partes de los municipios de las Provincias que representasen, al menos, la mayoría del censo electoral en cada una de ellas, y, además, que dicha iniciativa fuese ratificada en referéndum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada Provincia.
Para finales de agosto todas las diputaciones y más del 95% de los municipios habían adoptado el acuerdo de caminar hacia el autogobierno por la vía del art. 151 de la Constitución. La primera etapa estaba cubierta. Por las mismas fechas, una comisión integrada por representantes de PSOE, UCD, PCE y PSA había redactado en Carmona un primer borrador de Estatuto de Autonomía. El Presidente Escuredo, en una frenética campaña de explicación y movilización, había recorrido exhaustivamente el territorio andaluz y dialogado hasta la extenuación con las instituciones centrales del Estado. Incluida la propia Corona, a quien en audiencia concedida por el Rey Juan Carlos había expuesto que “el pueblo andaluz ni solicita privilegio, ni los admitirá para otros”.
La segunda etapa de la lucha por el autogobierno era más difícil de cumplimentar. Recuérdese que el art. 151 de la Constitución exigía, además, la ratificación de la iniciativa autonómica mediante referéndum favorable aprobado por la mayoría absoluta de los electores de cada Provincia. Llamaba, pues, la atención el contraste entre la facilidad de acceso al autogobierno para las <
La insistente presión del Presidente Escuredo y su determinación a favor de la autonomía plena para Andalucía propiciaron el pacto con el Presidente Suárez que llevó a la convocatoria del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica para el 28 de febrero de 1980. Sin embargo, ahí terminó el cumplimiento del pacto por parte del Gobierno. La misma determinación que mostraba el Presidente Escuredo a favor de la autonomía plena la exhibía el Presidente Suárez y su partido a la hora de propiciar el fracaso de la consulta. La campaña electoral se limitó a 15 días (frente a los 21 días de que habían dispuesto en el País Vasco y en Cataluña), la publicidad electoral se convirtió en propaganda contra el referéndum, el aparato central del Estado (Ministerios, Gobiernos Civiles, algunas Diputaciones Provinciales, etc.) se empleó a fondo contra el Gobierno preautonómico, los empresarios hicieron una campaña denigrante de la autonomía y se redactó para la consulta, en fin, una críptica pregunta, incomprensible para la mayoría de los ciudadanos, carente de cualquier referencia al objeto (la autonomía plena) y al sujeto (Andalucía).
El escrutinio mostró a las claras una respuesta política impresionante: cerca de dos millones y medio de andaluces (el 55’8% del censo electoral) votaron a favor de la ratificación de la iniciativa autonómica. Sin embargo, si políticamente el 28F fue un éxito de las fuerzas autonomistas, jurídicamente el proceso encallaba en Almería por una conjunción de circunstancias desgraciadas. Al final, una modificación de la Ley de Referéndum propició que los diputados y senadores electos por Almería pudieran solicitar la sustitución de la iniciativa en la Provincia y su aprobación mediante ley orgánica.
De esta manera Andalucía conseguía superar los difíciles obstáculos que planteaba la Constitución y se encaminaba a la elaboración y aprobación de un Estatuto de Autonomía equiparable al de las llamadas <
La aprobación del Estatuto propició la celebración de las primeras elecciones autonómicas el 23 de mayo de 1982. En ellas, el PSOE obtuvo una amplia mayoría absoluta (66 escaños sobre 109) y Rafael Escuredo fue elegido Presidente de la Junta de Andalucía. Con su elección se culminó un proceso institucional que devolvió la dignidad al pueblo andaluz, ese pueblo que no quiso nunca ser más que nadie pero tampoco menos que ninguno. Liderada por este Hijo Predilecto de Estepa e Hijo Predilecto de Andalucía, nuestra región, ahora ya Comunidad Autónoma y nacionalidad histórica, había conseguido en la calle lo que el centralismo conservador le negaba: el máximo techo competencial y el armazón institucional de naturaleza política permitido por la Constitución .
Sr. Rector, Sras. y Srs.: Nadie como Rafael Escuredo supo personificar la rebelión ciudadana que el pueblo andaluz protagonizó el 28 de febrero de 1980. Desde esa fecha hasta hoy, la doctrina del Derecho Público español viene conviniendo en la trascendencia que Andalucía tuvo para impedir un desafuero histórico consistente en descentralizar la periferia manteniendo la dependencia administrativa para el resto de los territorios de España. Andalucía impidió la consolidación de la desigualdad territorial entre <
Visto en la perspectiva histórica es de justicia decir que Rafael Escuredo, como Martin Luther King, también tuvo un sueño. Y ese sueño se había visto ya cumplido en el momento de su adiós el 16 de febrero de 1984. La postura ideal para decir adiós quizás sea el silencio. Y esa es la forma que eligió Rafael Escuredo para retirarse del primer plano de la vida pública. La dimisión del Presidente Escuredo, tan temprana, produjo un hueco imposible de llenar. Y, desde ese día, todos quienes le seguimos nos sentimos un poco más huérfanos. Con su marcha, la Política perdió a uno de los andaluces imprescindibles. Y hoy Rafael Escuredo, jurista, asesor, escritor y ciudadano ha entrado con pleno derecho en los libros de historia. La memoria colectiva le sigue recordando como la referencia máxima de la esperanza para el pueblo andaluz.
Así pues, considerados y expuestos todos estos hechos, dignísimas autoridades y claustrales, solicito con toda consideración, y encarecidamente ruego, que se otorgue y confiera al Excmo. Sr. D. Rafael Escuredo Rodríguez el supremo grado de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Almería.
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